Sinopsis:
Samanta y Dominik cruzaran sus vidas de una manera bastante peculiar. Ambos son de mundos muy distintos, sin embargo eso no los limitará a la hora de amar.
Dominik “The Bullet” Weigand, astro del futbol. Es el jugador más cotizado de la temporada.
Samanta Andrade, una chica normal. Su único deseo es estudiar arqueología en una prestigiosa universidad del Medio Oriente.
Dos polos completamente opuestos que se complementaran, hasta que el mundo entero se empeñe en separarlos.
No obstante, hay vínculos que ni el tiempo ni la distancia pueden romper.
Cuando algo está destinado a suceder, sucederá.
¿Será eso cierto?
Dominik “The Bullet” Weigand, astro del futbol. Es el jugador más cotizado de la temporada.
Samanta Andrade, una chica normal. Su único deseo es estudiar arqueología en una prestigiosa universidad del Medio Oriente.
Dos polos completamente opuestos que se complementaran, hasta que el mundo entero se empeñe en separarlos.
No obstante, hay vínculos que ni el tiempo ni la distancia pueden romper.
Cuando algo está destinado a suceder, sucederá.
¿Será eso cierto?
Capítulo 1
Múnich, Alemania.
De todas las cosas que no le gustaba hacer, salir de la cama
era una de ellas, pero debía hacerlo, el sonido de la alarma de su reloj era
desesperante. We Are The Champions era la canción que más odiaba en el mundo.
Esa mañana, como todas, se arrepintió de seleccionar la melodía de Queen. Si
había una forma de detestar una canción, era poniéndola de alarma para
despertar. Pero vamos, que no todo era malo, al menos si despertaba de mal
humor o con desanimo, la voz de Freddy Mercury le recordaba que él era un
campeón.
Dominik Weigand con sus 24 años de edad, era el jugador más
cotizado de la temporada. Los críticos deportivos lo apodaban “The Bullet”,
porque era imparable a la hora de marcar un gol.
Aunque era toda una celebridad, Dominik no actuaba como tal.
Rechazaba invitaciones a fiestas salvajes y alocadas todo el tiempo. Él fue criado
de una manera distinta al resto de sus compañeros de selección. Desde muy
pequeño, su padre le enseñó el hábito de la Disciplina. Desde los cinco años de
edad, el fútbol se convirtió en su obsesión. Él practicaba seis horas diarias.
Tenía una condición física envidiable. Las paredes de su cuarto estaban
tapizadas con posters de todos los grandes jugadores de la historia. Era poseedor
de una inmensa colección de artículos de la selección alemana.
Ese día sería igual a los últimos tres meses. El mundial
estaba muy cerca, y por ese motivo incrementó sus horas de entrenamiento a ocho
horas diarias. Su entrenador le decía que debía relajarse un poco, pero Dominik
no podía hacerlo. Ganar la Copa del Mundo, junto a la selección alemana, lo
consagraría como uno de los mejores de la historia del fútbol. Estaría a la par
de grandiosos hombres, como lo eran Franz Beckenbauer, Jurgen Klinsman y Gerd
Müller, a quienes admiraba desde que era un pequeñín con el sueño de jugar con
la selección nacional.
Con seis títulos de club obtenidos con el FC BAYER MUNICH,
destacando dos Champion League ganadas consecutivamente y una Eurocopa el mismo
año, se consagró como el jugador más joven en lograr tal hazaña, lo único que
hacía falta era levantar una Copa del Mundo. Sin duda, esa sería la guinda de
su pastel. En unos diez años se jubilaría siendo una leyenda, el futbolista más
joven de la historia en lograr esa tripleta. Eso era todo lo que él deseaba.
Salir de la cama era una proeza para Dominik, pero siempre lo
lograba. En cuanto colocaba un pie sobre el suelo, era como si algo se activara
dentro de él. Era como si Weigand fuera un robot, pues a veces reaccionaba como
una máquina: mecánico y metódico. Para nadie era un secreto que Dominik era
Asperger, pero no le gustaba que aplicaran ese término con él. Para todos, era
Aspie.
Le diagnosticaron dicha condición a los seis años de edad. El
médico puntualizó que él era un caso especial, pues lo normal era que quienes
tenían el síndrome no se interesaban en los deportes ni en ninguna actividad
que fuese grupal, pero hasta en eso, Dominik era excepcional, siendo una
anomalía de la estadística. Gracias a Dios, sus padres reaccionaron de manera
positiva ante el diagnóstico, y siempre trataron de canalizar las aptitudes
especiales de su hijo, de la mejor manera posible, aunque a veces cometieron el
error de consentirlo en exceso. Dominik nunca conoció el rechazo por ser como
era, al contrario, se sentía muy bien por ser diferente, y en algunas ocasiones
era manipulador, aunque lo hiciera inconscientemente.
Para Dominik era lamentable que muchas personas usaran su
condición como una moda y no como lo que era de verdad. Que dijeran ser
Asperger sólo porque eran individuos arrogantes, groseros o de mala actitud.
Usaban la palabra “trastorno” como si de la palabra “genialidad” se tratara.
Sin duda, Dominik daba por sentado que, los trastornados eran esos que creían
ser una edición limitada de Weizenbock y no eran más que una común y corriente Heineken.
Terminó de vestirse y tomó su iPod. Antes de salir de su
habitación, se miró al espejo. El conjunto deportivo que le envió Adidas para
probarlo, era espectacular, de color negro con rayas azul neón. Agradeció una
vez más al hombre que inventó la tela supplex, pues era una delicia para
entrenar.
El sonido de un par de silbidos, provenientes de sus
auriculares, le indicó que su rutina diaria comenzó. Una sesión de footing,
mientras Engel de Rammstein sonaba, era una costumbre particular en él, pues le
molestaba casi todo tipo de ruido estridente, pero su música favorita era lo
único que toleraba.
Corría a toda velocidad, mientras que gotas de sudor caían
por su frente y brazos. A medida que las endorfinas y la serotonina aumentaban
en su cuerpo, su deseo por correr más y más, aumentaban también. Amaba la
sensación de sentir el viento en su cara y el corazón latiendo a mil por hora.
Transcurrieron casi dos horas cuando decidió regresar a su
casa.
Al llegar, pudo notar que un coche negro estaba aparcado
frente a la entrada. No tardó en darse cuenta que era el auto de su amigo
Friedrich, quien se acercaba a él.
—Espero que lo tengas todo listo —comentó el recién llegado.
—Casi —fue la escueta respuesta de Dominik.
—¿Casi? —El hombre lo miró con el ceño fruncido—. El avión
sale a las cuatro en punto. Por lo que más quieras, trata de estar listo a
tiempo.
—Siempre estoy listo a tiempo.
—¡No me digas! He tenido que llamar a Ewald, las últimas cinco
veces, para que nos esperen.
—Ellos nunca se irían sin mí —dijo Dominik y abrió la puerta
de la entrada.
Ewald Metzler era el director técnico de la selección
alemana, además de ser uno de los pocos seres en el mundo que lograban tolerar
a Dominik, pues era muy frecuente que Dom, como le decían algunos compañeros,
se comportara como toda una diva, pero no era su culpa, su condición lo hacía
muy susceptible al ruido, a cambios repentinos de clima y al contacto físico
con otros compañeros, por lo tanto, nadie podía obligarlo a adaptarse al
entorno. A menudo, el entorno se adaptaba a él.
***
Faltando veinte minutos para las cuatro, Dominik aún se
encontraba en su habitación. Miraba por la ventana y aunque parecía obnubilado
con el paisaje, por su cabeza sólo pasaban las nuevas estrategias que ideó el
director técnico. No estaba del todo convencido con algunos movimientos y se lo
diría a Ewald apenas lo viera…
—¿Estás listo? —Friedrich se asomó por la puerta.
—No estoy de acuerdo con que Delch me haga la asistencia.
Quiero ir a buscar el balón —soltó Dominik.
—¿De qué coño estás hablando?
—Me parece mejor idea que sea Brauer el recuperador. Me
entiendo mejor con él.
Friedrich levantó una ceja al comprender que era lo que decía
Dominik. Una vez más, como de costumbre, estaba desestimando el trabajo de
Ewald. Siempre lo hacía, pues casi nunca estaba de acuerdo con el director.
—Díselo a Ewald cuando lo veas. Vámonos. Se nos hace tarde.
Ambos tomaron sus maletas y sin perder tiempo, se dirigieron
al aeropuerto.
En el camino, ninguno de los dos habló. Dominik estaba absorto
en sus pensamientos. Estaba enfocado en su próximo objetivo. La Copa del Mundo,
que se disputaría durante el mes entrante. Estados Unidos sería la sede del
campeonato y él no podía pensar en otra cosa: «Esa copa será mía». Friedrich lo
conocía a la perfección y sabía que Dominik se ponía de muy mal humor si interrumpían
sus pensamientos.
Como era de esperar, caras largas le dieron la bienvenida al
interior del avión privado, destinado para la selección alemana de fútbol. Y
como era de esperar, a Dominik le importó un bledo. Treinta minutos tarde no
significaba el fin de mundo.
Dejó su bolso en uno de los asientos, agitó su mano en el
aire, saludando a sus compañeros de equipo y prosiguió a sentarse al lado de
Ewald, lugar que estuvo ocupando en todos los vuelos, durante los últimos dos
años.
—Tarde. Como siempre —dijo el hombre de casi 50 años de edad.
—Creo que es conveniente reestructurar la jugada de Delch y
que sea Brauer quien me asista —dijo Dominik sin más.
Ewald lo miró, expresando total confusión.
—¿De qué hablas? —Preguntó y le lanzó una mirada fugaz a
Friedrich.
—Ha pensado en eso durante toda la tarde —contestó el
publicista.
—Hablaremos de eso cuando lleguemos. Por ahora, relájate y
descansa, necesitas todas las energías —dijo Metzler, con ese típico tono
paternal.
No era común que lo hiciera, pero Dominik obedeció. Se
recostó y se puso cómodo para el largo viaje que le esperaba.
Desde la muerte del padre de Dominik, hace dieciocho meses
atrás, Ewald adoptó ese rol, pues a pesar de que Dominik podía ser insoportable
en algunas ocasiones, era un excelente ser humano y ni hablar de su dedicación
con la selección.
***
Aeropuerto LAX, Los Ángeles, California.
Un par de ojos café, miraron con desespero el reloj, como si
su poder mental acelerara el tiempo. Trabajaría hasta mediodía, pues un acuerdo
que hizo con su jefe, se lo permitiría. Ese día le tocaba presentar su Examen
de Evaluación Académica, o mejor conocida como SAT por sus siglas en inglés (Scholastic
Assessment Test). En un par de minutos tendría que irse de allí y subirse al
primer taxi que pasase, a fin de llegar a tiempo a la universidad. Ese era su
plan b.
Decidió aplicar para estudiar Arte y Arquitectura en UCLA
(Universidad de California, Los Ángeles) como segunda opción —y la más
realista—, después de enviar una solicitud para estudiar Arqueología en la Universidad
Americana de El Cairo.
Ella sabía lo difícil que era ser admitida en dicha
universidad, por esa razón decidió irse por lo seguro, aunque su verdadera
pasión estuviese entre antigüedades y tesoros de civilizaciones ancestrales.
Desde pequeña soñaba con explorar las pirámides y descubrir
momias, pero esas ilusiones quedaron relegadas con el paso de los años. No
obstante, no perdía nada con intentarlo.
Era un día ajetreado en el aeropuerto, la gente iba y venía,
caminaban apresurados por entrar o salir de allí. Lo típico en un aeropuerto
internacional. Ese día parecía haber más movimiento de lo normal y era de
esperarse, pues en un par de días comenzaría un evento que reunía a millones de
personas, todos con una misma pasión.
La copa mundial de fútbol se disputaría en los próximos días
y Estados Unidos era la sede.
El Centro StubHub de Los Ángeles fue el elegido para la
ceremonia de apertura y partido inaugural, el cual estaba previsto que se diera
entre Estados Unidos y Alemania.
Ella sabía todo esto porque Carlos, su mejor amigo y quien
era fanático del deporte, se lo dijo.
Carlos y ella eran muy buenos amigos desde hace cuatro años
atrás. Samanta llegó al país cuando su hermana mayor, Teresa, una vez que
enviudó, la pidió desde México, donde vivían sus padres. Ella se casó con un estadounidense,
que perdió la vida en el frente de batalla en Afganistán. Teresa devastada y
con ayuda del gobierno americano, pudo traer a su única hermana a los Estados
Unidos.
A Samanta le hizo
mucha ilusión ir a vivir con su hermana, además de tener muchas más
probabilidades de estudiar lo que ella tanto soñaba.
Sam y Carlos comenzaron a interactuar en el noveno grado, al
descubrir que ambos eran vecinos. Carlos vivía con su madre a tres casas de la
casa de Teresa. Desde ese entonces eran inseparables, a tal punto, que siempre
que buscaban empleo temporal, lo hacían juntos.
Así fue como comenzaron a trabajar en el mismo lugar, cinco
meses atrás.
Samanta, como siempre, escuchaba a los clientes mientras
servía sus cafés. Era inevitable. Escuchaba como hablaban de lo que hicieron en
sus últimos viajes de negocios, lo mucho que extrañaban a sus familiares y lo
agotados que estaban después de tantas horas de vuelo.
—¿Samanta? —La voz de su amigo la hizo girar—. Ya es hora.
Debes irte o llegarás tarde.
Al ver el reloj, se dio cuenta que los minutos habían
transcurrido con rapidez.
Se quitó su delantal e hizo una señal a Gordon, su jefe, para
indicarle que era hora de irse. El hombre asintió con la cabeza y articuló algo
con los labios. Sam no lo escuchó, pero entendió a la perfección.
Buena suerte, dijo él.
Tomó su bolso, recogió sus cosas y se despidió de algunos
compañeros.
Carlos le brindó una gran sonrisa y le dio un fuerte abrazo,
agregando:
—¡Lo lograrás! —Él creía ciegamente en su amiga.
—Gracias —dijo Sam y le devolvió el abrazo, con la misma
intensidad.
***
Después de casi trece horas, el vuelo proveniente desde el
Aeropuerto Internacional de Múnich arribó sobre suelo americano y en cuestión
de segundos, el comité de la FIFA se desplegó por todo el lugar.
Dominik miró por la ventana y pudo apreciar la gran cantidad
de personas que los esperaban, desde reporteros hasta fanáticos.
Uno a uno fue bajando del avión. Dom se quedó sentado en su
asiento, esperando que todos bajaran. Siempre lo hacía. Le gustaba ser el
último en bajar, tanto del avión como del autobús.
A él no le gustaba caminar detrás de sus compañeros, pues no
le gustaba sentirse como una oveja siguiendo el rebaño, así que siempre trataba
de quedar relegado del resto. Muchas veces, eso lo ayudó a pasar desapercibido.
Sacó el iPod del bolsillo de su chaqueta y se puso los
auriculares, mientras le daba volumen a Faint de Linkin Park. No podía
evitarlo, amaba su música, la música que lo había marcado en la adolescencia. Escucharla
lo ayudaba de cierta forma, a llenar el vacío que sentía por la muerte de su
padre, pues a su padre le gustaba mucho escuchar esa música mientras veía a su
hijo entrenando.
Se subió la capucha del suéter y continuó su camino.
Friedrich iba ajetreado, cargando el bolso de Dominik y
charlando con Ewald acerca de la nueva campaña Adidas, pues ambos querían que
Dominik fuera la imagen exclusiva de la marca, y por un momento, el publicista
olvidó que tenía que estar pendiente de su amigo. Se detuvo en seco al darse
cuenta que éste no caminaba a su lado, ni detrás de él.
—Mierda —dijo entre dientes.
—¿Qué sucede? —preguntó Ewald.
—Dominik —farfulló Friedrich.
El director técnico miró a ambos lados, buscando algún
indicio de su jugador estrella, pero había tanta gente y luces de cámaras por
doquier, que abandonó su intento de búsqueda enseguida.
—No te preocupes. Lo esperaremos en el bus.
El publicista respiró profundo miró al techo, rogando por el
día en que Dominik se comportara como una persona normal. Imposible. Dominik no
era normal.
A unos cuantos metros de distancia, un par de ojos azules
observaban a su amigo. Dominik no pudo evitar reír ante la escena. No entendía
como lograba sacar a Friedrich de sus casillas, con tanta facilidad. Ya debía
estar acostumbrado, pues siempre se comportaba de esa manera. Nunca le gustó la
atención mediática, siempre que podía huía de ella.
Se giró de golpe, para continuar su camino y salir del
aeropuerto, pero no se percató de algo.
Alguien impactó contra él y cayó de bruces contra el suelo.
Dominik abrió los ojos al percatarse de que se trataba de una
mujer.
***
Samanta cayó al suelo al impactar con... «¿Un poste?», pensó
ella. Sin embargo tuvo que mirar de nuevo para cerciorarse. Se dio cuenta de
que el motivo de su caída era un hombre, quien al parecer, media lo mismo que
un poste. Era gigantesco.
Ella se entretuvo con la multitud que estaba aglomerada alrededor
de la selección de fútbol que acababa de llegar y pensó en lo tontas que se
veían algunas chicas dando saltos y gritando como posesas ante la presencia de
un montón de hombres que se ganan la vida corriendo de un lado para el otro de
un estadio, persiguiendo un balón, que de seguro la única neurona que les funcionaba,
sólo les servía para diferenciar una proteína de una caloría.
—¡Oh! Lo siento mucho. ¿Estás bien? —preguntó el hombre.
Había mucha preocupación en su voz. La voz del sujeto era muy masculina. Sam se
olvidó que estaba tendida en el suelo. Él extendió su mano para ayudarla a levantarse
y preguntó de nuevo—, ¿Estás bien? ¡Lo siento mucho! No te vi venir.
Ella agitó su cabeza.
—Estoy bien. Fue mi culpa. No me fijé por donde iba.
Una vez de pie ella bajó la mirada hacia el suelo y pudo ver
algunas cosas desparramadas en el piso. Ambos se agacharon para recoger sus
pertenencias.
Dominik no podía evitar mirar a la chica con detenimiento,
era preciosa.
—¿Sucede algo? —Indagó ella, al notar que el desconocido la
miraba fijamente.
—Eres muy linda —soltó Dominik sin más.
Samanta abrió los ojos con asombro ante la osada confesión.
Dom maldijo esa sinceridad que lo caracterizaba, esa que le
hacía decir todo lo que pensaba.
Sam no pudo hacer caso omiso a lo que veían sus ojos. El
hombre llevaba capucha y no pudo detallarlo bien. Sin embargo, pudo ver el azul
intenso de los ojos de la persona frente a ella. Tenía rasgos muy varoniles y
lo que más llamó su atención, era que tenía una boca carnosa, unos labios
perfectos para besar. Al pensar en eso, no pudo evitar morderse el labio.
Dominik soltó una ligera carcajada ante el gesto de la chica,
pues él sabía de sobra el efecto que causaba en las féminas.
Samanta agitó su cabeza con fuerza al darse cuenta que estaba
fantaseando con un sujeto que ni siquiera conocía. Se irguió de golpe y él
también lo hizo.
«¡Madre mía! Le llego al pecho», pensó ella al constatar que
el hombre era altísimo. Miró de nuevo ese rostro. Ese segundo vistazo le ayudó
a notar cierta familiaridad. Era como si ya hubiese visto ese rostro en otra
parte. «¿Pero, dónde?».
A Dominik no le gustaba que lo miraran mucho, pero esos
hermosos ojos café que lo observaban, le trasmitían una paz absoluta. No tardó
mucho en darse cuenta que la chica tendría unos escasos 20 años —o menos—, pues
su apariencia era muy juvenil.
—Es él…
Una voz lejana la hizo espabilar.
—Allí está —una chica señaló en dirección a Samanta y
Dominik.
Dominik soltó una palabrota en alemán, “mierda”, para ser más
específicos.
Samanta frunció el ceño y se limitó a quedarse quieta,
mientras el hombre parecía querer desaparecer de allí.
En cuestión de segundos, el sujeto estaba rodeado de mujeres
y reporteros de la prensa.
«Pero, ¿qué coño?». Samanta no entendía nada.
Ella miró confundida, todo lo que sucedía. No comprendió
porque la gente se comportaba así. Gente tomaba fotos, más gente aparecía de la
nada, aglomerándose alrededor de ese hombre. Mientras él sólo bajaba la cabeza,
tratando de alejarse.
Poco a poco, Sam se fue alejando del lugar, dando pasos
lentos hacía atrás, a medida que llegaban más chicas…
«¡La prueba!».
Samanta se echó a correr en dirección a la salida al
recordarlo. Salió de prisa del aeropuerto, cogió un taxi y le indicó la
dirección al taxista. Miró su reloj. Se percató que faltaba veinte minutos para
la hora del examen.
«Desearía que le salieran alas al coche», pensó mientras veía
por la ventana del vehículo en movimiento. Las cosas pasaban con rapidez ante
sus ojos, su mente divagó recordando aquel rostro perfecto, esos hermosos ojos
y aquella voz…
El auto se detuvo.
—Llegamos —dijo el hombre, extendiendo su brazo hacia ella—.
Son 50.
—¿Qué?—Samanta metió la mano en su bolso y sacó el billete.
No tenía tiempo para perderlo discutiendo con un timador. De mala gana le dio
el dinero.
Ella no acostumbraba a tomar taxis, pero esa era una
emergencia.
Pagó y salió de un brinco del taxi, para comenzar a correr de
nuevo.
Los pasillos eran largos. Había mucha gente caminando en
todas direcciones. Sam no podía dejar de mirar el reloj mientras repetía
mentalmente: «Maldición. Es muy tarde».
Pudo divisar la puerta del salón que le asignaron. Notó que
la persona encargada de la prueba apenas llegaba. Sacó fuerzas de Dios sabe
dónde y corrió con toda rapidez para poder entrar antes que la puerta se cerrara.
Casi sin aliento, logró entrar.
Samanta pudo respirar con tranquilidad, al sentarse en su
mesa.
Un par de indicaciones más y la prueba inició.
A pesar de que Samanta estaba avocada en responder todas y
cada una de las preguntas, por momentos no podía evitar pensar en ese hombre,
quien en segundos había pasado de ser un completo misterio a ser alguien
aclamado por toda esa gente.
«¿Quién era?», la pregunta reverberó en su cabeza.
Tuvo que obligar su mente a enfocarse en la prueba.
Aunque le costó un poco concentrarse, lo logró y contestó el test
en su totalidad.
Casi dos horas después, el examen concluyó.
***
No sonreía, ni por cortesía. Nunca aprendió a fingir. Quería
largarse, salir de allí, subirse al autobús y dejar de todos esos destellos y
sonidos de cámaras atrás.
Poco a poco se fue alejando de toda esa gente, a la vez que
algunos hombres de seguridad, designados por la FIFA, trataban de escoltarlo al
exterior del lugar. Dominik contestaba con monosílabos, de manera esquiva, a
todas y cada una de las preguntas que resonaban, las cuales iban desde: ¿Cómo
te preparas para el juego?, hasta ¿esa chica era tu novia? Esta última pregunta
lo hizo agitar la cabeza y fruncir el ceño. «La chica», pensó. Movió su cabeza
a ambos lados, buscándola, pero no la encontró. Era como si se hubiese
evaporado. Contestó fuerte y claro con un “no”, continuando su camino.
Escapar de los reporteros, paparazzi y fanáticos, casi
siempre lo dejaba agotado, pero por suerte, siempre había un grupo de
guardaespaldas, guardias de seguridad o policías, dispuestos a velar por su
integridad física.
Logró llegar al autobús, luego de caminar casi quince minutos,
parar y esquivar preguntas odiosas de reporteros deportivos, quienes en los
últimos meses habían criticado su actitud en el terreno de juego, pues Dominik
se mostraba un poco rebelde a la hora de acatar las estrategias de su director
técnico.
Un sujeto con el ceño fruncido y los brazos cruzados a nivel
del pecho, lo fulminó con la mirada. Dominik no pudo evitar soltar una
carcajada ante el predecible comportamiento de Friedrich, quien a pesar de ser
su amigo, siempre se tomaba más en serio su rol de manager y publicista.
—¡Vaya! Al fin te has dignado a unírtenos —soltó Treadaway.
—No me toques las narices, Friedrich —Dominik se mostró
hostil ante el reproche.
—¿Qué no te toque las narices? ¿Pero, qué coño te pasa?
—¡Hey! Cálmense los dos —intervino Ewald.
—¡Dom! Estás de nuevo en la tele —comentó Ahren Degener,
portero de la selección, con algo de sorna.
—Y en internet —agregó Theobold Bartram, el defensor central.
Dominik clavó su mirada en la pantalla de plasma de 21
pulgadas que estaba desplegada en lo alto del pasillo del bus. La noticia que
estaban comentando no tenía nada que ver con su carrera, sino con algo de lo
cual no le gustaba hablar, y mucho menos le gustaba que los demás lo hicieran.
—¿Quién es la chica? ¿Eh? —Su compañero Edmund Brauer sonó un
tanto burlón.
—¡Muñequita! —Fue el comentario de Héctor Rodríguez, quien
sostenía un iPad entre sus manos, con su típico acento, haciendo notoria su
ascendencia costarricense.
Dominik se acercó al Carrilero del equipo, le quitó el iPad y
miró la pantalla del mismo.
—Te lo tenías bien guardado, Weigand —bromeó su compañero,
Derek Neisser.
—Cuéntanos como le hiciste para tener una novia al otro lado
del mundo y que ninguno de nosotros lo supiéramos —el chiste de Rodríguez lo
hizo reír.
—¿De qué están hablando? Ni siquiera la conozco —Dominik se
encogió de hombros.
—Lo sabemos, Weigand. Estamos bromeando —dijo Rodríguez al
recordar que Dominik no entendía ese tipo de chistes.
Eso era lo bonito de ser un equipo, y más, ser ese equipo,
pues no se limitaban a ser compañeros de trabajo, sino que eran una familia.
Cada uno era un individuo distinto, pero a la vez, eran parte de un organismo
que se mantenía vivo gracias a la camaradería. A pesar de que Dominik era el
“consentido” de Ewald, al menos eso decían los comentaristas deportivos,
ninguno de los integrantes de la selección se sentía desplazado, ni mucho menos se dejaba llevar por la
envidia. No. Si uno de ellos estaba mal, todos lo apoyaban, si uno de ellos era
atacado, todos lo defendían, además de que Dominik —aunque era poseedor de un
fuerte carácter— era un cielo con sus amigos, en el aspecto de que siempre los
ayudaba en cuanto podía. Su peculiar personalidad lo hacía especial para sus compañeros.
Él era como ese hermano menor al que todos querían cuidar.
Era ilógico que vincularan a Dominik con esa mujer, pues
ellos sabían a la perfección que Weigand no era de ese tipo. Es más, sabían que
él tenía casi un año sin mantener una relación estable con alguien. Dom
tuvo la misma novia desde que tenía 16 años de edad, sin embargo la relación
terminó, cuando él decidió abocarse a su carrera. Así lograr lo que se
propuso antes de cumplir los 30.
—¿Quién es ella? —Preguntó Friedrich al ver las imágenes en
la pantalla, las cuales mostraban a Dominik charlando con una chica.
—No lo sé —Dom se encogió de hombros—. Una chica que se
atravesó en mi camino. Literalmente.
Friedrich entrecerró los ojos y lo fulminó con la mirada.
»¡Oh por Dios! No estarás pensando que esas patrañas que
dicen son verdad —Dominik se mostró indignado.
—Tal vez si te comportaras como un hombre de tu edad y no me
dieras tantas dolores de cabeza, dejarían de decir tantas cosas de ti —estalló
Treadaway.
—Será mejor que cambies tu tono. Te recuerdo que el único
hombre que tenía la potestad de decirme que hacer o que no, murió el 9 de diciembre
del año antepasado. Tú trabajas para mí, no yo para ti. Tenlo claro —espetó
Dominik.
A veces, no podía evitar ser tajante. No era porque fuese
algo que planeara, era que no tenía tacto para decir lo que pensaba.
El silencio imperó en el bus.
Dominik se adentró en el vehículo. No tenía ánimos de seguir
discutiendo con su amigo. Sacó el iPod del bolsillo de su chaqueta y se sentó
en el penúltimo puesto del bus. Tomó los auriculares y en cuanto iba a encender
el dispositivo, notó algo extraño.
El reproductor de música que tenía en su mano era por lo
menos dos versiones más antiguas que el suyo, además que tenía un sticker de
una caricatura de gato y algunas piedritas de swarovski adornando una carcasa
de color violeta.
—¿Pero qué coño? —Dijo entre dientes, a la vez que rebuscaba
en el otro bolsillo de su chaqueta, en el cual si estaba su iPod.
Miró de nuevo la espantosa cosa con brillo y se arriesgó a
encenderlo. Aunque no era amante de ese tipo de música, supo enseguida de
quienes se trataban, Il Divo. En definitiva, ese no era el tipo de música que
Dominik escucharía.
No pudo evitarlo, sonrió como idiota al recordar el incidente
y al pensar en la sonrisa de… esa bella chica.
«¿Qué? ¿Cómo?».
Sacudió su cabeza con fuerza. Nada ni nadie podía distraerlo
de su verdadero objetivo. Además, él tenía la plena convicción de que el
corazón era un órgano, o en todo caso, un músculo que servía para bombear
sangre, no para sentir estupideces. Él se sentía muy bien cómo estaba. Si
alguna noche sentía el impulso de drenar un poco de testosterona, llamaba a una
de sus tantas amigas. Así de fácil, sin embrollos emocionales.
Guardó el aparatito de música ajeno y tomó el suyo. Se puso
los auriculares, se recostó en la butaca y se dispuso a relajarse mientras Black
Box Messiah de Diablo Swing Orchestra sonaba. Era una de las pocas bandas que
toleraba de la actualidad, pues solía escuchar sólo música de los setenta,
ochenta, noventa y principios del 2000, pues consideraba que la música que
emergió después del 2005, no podía ser considerada música.
***
Samanta corrió hacia la puerta principal para abrirla, pues
si no lo hacía, Carlos la tumbaría. Eran casi las seis de la tarde y ella
preparaba la cena para ella y su hermana Teresa. Ahora debería poner otro lugar
en la mesa, pues algo era seguro, a Carlos le encantaba los macarrones con
queso que preparaba Sam.
—Pasa, pasa. De prisa. Dejé la cocina encendida y los
macarrones ya están casi listos. Sabes que me gustan…
—Al dente —completó su amigo, a la vez que cerraba la puerta
detrás de él—. Cuéntame. Soy todo oídos. ¿Cómo te ha ido en la prueba?
—¡Genial! —Contestó Sam desde la cocina—. Lo he contestado
todo. Creo que obtendré una buena calificación.
—Así que… ¿UCLA? —Comentó Carlos y Samanta se percató de cierto
dejo de burla en sus palabras.
—Sabes que es la opción más… realista —dijo ella.
—Claro, claro. Eso y el hecho de que hay algunos pobres
plebeyos que deben resignarse a estudiar en una universidad que queda a más de
mil millas de sus casas.
—Sólo a ti se te ocurre aplicar para una universidad en Utah
—le recordó su amiga.
—Como sea. No he venido a hablar de mí. Cuéntame. ¿Llegaste a
tiempo?
—Sí. En la raya —dijo Sam, colocando un par de platos sobre
la mesa—. Aunque me sucedió algo muy extraño.
Carlos tomó asiento en el comedor, mirando a Samanta que iba
y venía de la cocina a la mesa, con vasos, platos y boles con comida.
—¿Ah sí? ¿Y qué fue lo que te pasó?
—Cuando iba saliendo del aeropuerto, me tropecé con un tío
muy peculiar.
—¿Qué tan peculiar?
—No sé cómo explicarlo. No le vi bien, pero en el momento en
que nos pedíamos disculpas por ser tontos y no ver por dónde íbamos,
aparecieron un montón de chicas y fotógrafos…
—¿Era una celebridad? —Carlos abrió los ojos con asombro,
frenando su acción de agarrar un panecillo del centro de la mesa.
Samanta se encogió de hombros.
—¿Qué parte de no lo vi bien, no entendiste?
—¡Vale! No tienes que ser tan hostil.
—¿Sam? —Oyó una voz, proveniente de la puerta principal—. ¡Estoy
en casa! —Anunció Teresa, la hermana mayor de Samanta.
—¡Estamos acá, Tere! —Indicó la hermana menor—. Ven. Acabo de
servir la comida.
—¡Vaya que la tienes medida! —Dijo Carlos con sorna.
Samanta rió por lo bajo, pues su amigo tenía razón. A las
seis en punto llegaba su hermana. Durante el último año, ella se encargó de
preparar la cena. Teresa trabajaba todo el día como visitadora social y siempre
llegaba agotada y hambrienta. Era lo mínimo que podía hacer por su hermana,
quien era como una madre para ella.
—¡Oh! ¡Carlos! —Saludó la recién llegada.
—¿Qué tal, Tere? ¿Cómo te ha ido en el trabajo? —Indagó él
con cortesía.
Teresa cerró los ojos con fuerza y resopló.
—Quisiera decir que bien, pero mentiría. Me tocó un caso muy
triste. Un pequeño de ocho años. Su padre murió hace un mes, en una guerra de
bandas y su madre es adicta a la heroína. Estuve tentada en rellenar la
solicitud de adopción.
—¿Y por qué no lo haces? —Preguntó Sam—. Me agrada la idea de
tener un sobrinito.
—Yo podría dártelo —bromeó Carlos—, pero Teresa se niega a
abrirme su corazón.
—¡Cállate, Carlos! Podrías ser mi hijo —lo reprendió Teresa.
—Pero no lo soy —refutó él y le guiñó un ojo.
—¿Samanta, cuando piensas darle la oportunidad a este
muchacho? —Se mofó la hermana—. Así dejaría de estar pretendiendo a mujeres
mayores.
—Ustedes van a acabar conmigo —él agitó su dedo en gesto
acusador—. Una porque no me quiere —miró a Samanta—, y la otra porque no se
atreve a reconocer que está loca por mí —miró a Teresa.
—¡Oh por Dios! Me has pillado. Tienes razón. No sé qué hacer
con toda esta pasión que siento por ti —dijo Teresa con notoria bufonería.
Así era una típica velada en casa de las Andrade. Risas,
bromas y anécdotas, mientras degustaban una rica comida.
***
Salió el sol y comenzó un nuevo día. Sam se levantó de la cama, se duchó, se alistó y desayunó
algo para poder irse a trabajar. Por una extraña razón no podía dejar de pensar
en el extraño encuentro del día anterior. Lo que no lograba entender, era que
sentía que ya conocía a ese sujeto de algún lado, pero no recordaba de dónde.
Llegó al aeropuerto y sonrió al revivir lo sucedido en su
mente. Ese día prometía ser más movido que el anterior, pues al día siguiente
comenzaría la tan esperada Copa del Mundo. Personas de todas partes iban y
venían por todo el lugar.
Entró en la cafetería y se preparó para una larga jornada de
trabajo. Ese día le tocaría doble turno, pues debía cubrir las horas del día
anterior. Gordon era considerado, pero también era muy estricto con el trabajo.
Sería una mañana aburrida, pues su amigo llegaría después del mediodía. Tendría
que lidiar con la clientela sin ver las muecas que le hacía Carlos desde el
otro extremo de la barra, las cuales la ayudaban a liberar un poco el estrés.
Las primeras dos horas pasaron sin ningún sobresalto. Sam
tomaba órdenes y servía cafés como toda
una experta, aunque por momentos divagaba, pensando en los ojos azules de aquel
desconocido.
«Que de seguro, nunca volveré a ver en la vida». Pensó
mientras arreglaba un par de vasos a un lado del mostrador.
—Hola. Buen día —se oyó una voz masculina.
—Lo atenderé en un momento —dijo Samanta, sin girarse.
—De acuerdo. Espero —contestó el hombre.
En ese momento Samanta sintió que su corazón daba un brinco.
Había algo muy familiar en esa voz. Se giró para encontrarse con un hombre que
miraba con mucha atención el menú en lo alto de la pared, a través de unas
gafas oscuras. Un caballero muy alto, con un suéter gris de capucha.
Era él.
Samanta respiró profundo, tratando de disimular sus
repentinos nervios. Carraspeó su garganta.
—¿Qué es lo que va a querer, caballero?
El hombre continuaba con la mirada fija en el menú.
»¿Algo frio o algo caliente? —Insistió ella.
—Por favor, un frappuccino de vainilla con caramelo
—respondió él, sin mirarla. Estaba absorto mirando la pantalla de su móvil.
—Muy bien. ¿Señor? —Indagó ella para que le dijera su nombre
y así poder escribirlo en el vaso.
—Dominik —contestó—. D-O-M-I-N-I-K —deletreó él, haciendo
énfasis en cada letra.
Samanta no pudo evitar sonreír. Por lo visto, el hombre era
un tanto obstinado y eso le encantó. Se arriesgó a escribir un mensaje al lado
del nombre, con la esperanza de que él lo viera y le entregó el pedido a su
cliente.
El hombre pagó, tomó su vaso y dio un sorbo.
Samanta sintió que el corazón se le detenía al ver como él se
retiraba sin tomarse la molestia de leer lo que ella había escrito, pero de
repente su corazón volvió a latir. El hombre se detuvo y clavó su mirada en el
vaso. Se giró de golpe y sonrió al verla.
***
«Es una locura. Una completa locura». Dominik no dejaba de
pensar. Se suponía que en un par de horas debía estar en el entrenamiento, pero
decidió escaparse del hotel para ir al aeropuerto. No pudo dormir bien,
pensando en esa chica. Esa sensación de necesidad no la había sentido por nadie
y se obligó a reprenderse por tan tonto comportamiento. No obstante, no
abandonó su intención de ir a buscarla. Tenía el presentimiento de que podría
encontrarla allí. ¿Por qué? No lo sabía. Sólo obedecía a sus instintos.
«Podría haber estado de paso. Como yo», se volvió a
cuestionar la descabellada idea que rondaba por su cabeza. «Sólo la buscaré
para entregarle su iPod y nada más», pensó, como si eso le ayudara a no
sentirse tan zopenco por lo que estaba haciendo.
Las probabilidades de encontrarla en un sitio que era
frecuentado por miles de personas a diario eran mínimas, pero allí estaba él, a
bordo de un taxi, encaminado hacia el LAX de Los Ángeles.
Bajó del coche, sin perder tiempo y se adentró en la terminal
número 3, donde se topó con ella, el día anterior. Miró en todas direcciones y
pudo observar cientos de personas caminando de un lado al otro y a pesar de
llevar anteojos oscuros y un suéter con capucha, sufría de delirios de
persecución y temía que Friedrich apareciera en cualquier momento dándole el
sermón del siglo.
«Es una locura. Una completa locura». Repitió de nuevo en su
mente.
La ansiedad comenzaba a hacer estragos en él. Necesitaba una
dosis de azúcar o se desmayaría. Pudo ver en la distancia un Starbucks y
suspiró de alivio. Podría tomarse un café, mientras pensaba en que iba a hacer
para encontrar a esa chiquilla de ojos lindos.
Se acercó a la barra, dispuesto a ordenar algo cuando su
móvil vibró. Al ver la pantalla vio que era un mensaje de Friedrich.
¿Dónde rayos andas metido?
Leyó y respondió en el acto.
Por allí. Nos vemos en un rato.
Metió el móvil en su chaqueta y miró el menú. Hacía mucho
tiempo que no se tomaba un café en Starbucks así que no recordaba los nombres
de las bebidas.
—Hola. Buen día —dijo.
—Lo atenderé en un momento —respondió una chica que arreglaba
algunas cosas en un estante.
—De acuerdo. Espero —contestó Dominik. Eso le daría tiempo de
pensar en que iba a pedir.
Necesitaba dulce, una buena dosis, pero también necesitaba
algo que lo ayudara a activarse, pues pasó mala noche, pensando en… ella.
Su móvil volvió a vibrar. Dominik puso los ojos en blanco,
sabía que era Friedrich.
Estés donde estés, mueve tu trasero y tráelo hasta acá. Ewald
me ha preguntado tres veces por ti. Tuve que mentirle para que no le diera un
infarto. ¿Dónde estás?
¡Joder! Cuando Friedrich quería ser un incordio, lo era. Con
letras mayúsculas.
—¿Qué es lo que va a querer, caballero? ¿Algo frio o algo
caliente? —Preguntó la dependienta.
—Por favor, un frappuccino de vainilla con caramelo
—respondió Dominik, sin apartar su mirada de su móvil. Estaba ideando una ácida
respuesta para su publicista.
—Muy bien. ¿Señor? —indagó la chica que lo estaba atendiendo.
—Dominik —contestó él—. D-O-M-I-N-I-K —deletreó él, antes de
que la mujer se equivocara al escribirlo, pues siempre lo hacían y detestaba
ver su nombre escrito como “Dominique”.
Creo que mañana comenzaré a entrevistar personas para el
cargo de publicista. El que tengo ya comienza a hartarme. ¿Qué opinas?
Dominik presionó el botón de enviar y sonrió
maquiavélicamente. A pesar de que la idea de mandar a volar a Friedrich era
tentadora, no se imaginaba un día sin su amigo. Mal que bien, Treadaway era su
mano derecha en todo. No encontraría a alguien así en ningún lado.
Pagó, recibió su café sin dejar de ver la pantalla de su móvil
y tomó un sorbo de su bebida. Dio un par de pasos y miró el nombre escrito en
el vaso. Sonrió con satisfacción al ver que estaba correcto.
Se detuvo al darse cuenta que había algo más escrito.
¿Has tropezado con alguien, hoy?
Leyó.
«¿Cómo?». Dominik frunció el ceño y se dio la vuelta, por
inercia.
La reconoció. Era ella.